1.1
Las tierras del desternillo
Pavel R. Ocampo
[14-05-2019]En aquellos tiempos en que la vida no era vida y la salud no tenía defectos, Dalia era un pueblo pequeño en donde el hambre y la miseria abundaban; y sin embargo, sus estragos no eran capaces de provocar la misma agonía que la desesperanza. Así, el día en que la madre de Clemente cayó víctima de ese sentimiento desgarrador, y languideció para quedar casi inerte en su cama, éste decidió salir del pueblo con el único objetivo de encontrar un poco de esperanza y llevarla al pueblo. Su determinación fue tal que ni siquiera sucumbió a los ruegos de Clara, ni a los regaños de Fausto, su padre. Escapó de las manos que fue necesario y poco después del amanecer tomó el primer sendero que encontró en medio del bosque.
Así vino hacia las tierras en donde el polvo y la lluvia forjan una barrera contra la tristeza.
Las tierras lejanas del desternillo eran propiedad de una acaudalada familia y unos cuantos más que sólo sabían de fiestas y vestigios remotos, casi olvidados, de territorios en donde la hambruna y la guerra dominaban como vetustos emperadores en una doctrina absoluta e irrevocable. La familia había erigido Morte, un antiquísimo pueblo en el que poco se sabía de otros lugares, y cuyo únicos vecinos eran riachuelos y lúgubres árboles secos.
Con la apariencia gastada por la infamia de un mundo agreste e insípido, Clemente Cortés venía desde las tierras de las que no se habla, con el único propósito de encontrar un poco de esperanza para llevar a su ciudad, en la que, según platicó después, la gente agonizaba pero se sostenía en pie, y con una voluntad de fierro.
Llegó acompañado de una aciaga lluvia que crepitaba sobre las tejas, y que resonaba como olas en los patios de la casona familiar. Catalina no lo vio en aquel momento, sino que escuchó de su llegada por su madre, Nerina, mientras ésta atendía las heridas del muchacho en medio de una muchedumbre que no hacía más que preguntar quién era aquel extraño de tez fina y “piel con color”.
©Pavel R. Ocampo