Flores
Pavel R. Ocampo
Narcisos
Cuando recibí el ramo no sabía que me dejaría múltiples heridas en la mano, ni que meses después las heridas continuarían sangrando.
Frutas
Ella vestía camisa a cuadros y botas altas de cuero la noche en que la conocí. Había música y gente bailando. Se acercó a la barra, pidió una bebida, se detuvo junto a mí: me miró. De inmediato supe que era como yo: alguien ávido de pasión.
Lo siguiente que recuerdo es que estábamos besándonos en el cuarto oscuro, al lado de las otras parejas que buscaban un lugar para saciar sus deseos.
La música se amortiza en las paredes.
En la mañana no pude pensar en otra cosa que en su sabor, esa extraña mezcla de cerveza y frutas.
Sangre
Al principio las heridas de mis manos amenazaban con sanar. Pero arranqué las costras en un arranque de ira. Y con esas mismas heridas maché de mi sangre su rostro; así jamás me olvidaría.
Música
Eran nuestros cuerpos de nuevo bailando, y eran nuestros rostros cubiertos por las luces de colores.
Como en las semanas anteriores, tomó mi mano y me condujo de nuevo al cuarto oscuro.
Obscenidades en la oscuridad. Parejas disfrutando.
Primero su boca está en mi entrepierna, después está en mi oído susurrando lo deliciosa que soy.
Le contesto lo mejor que se me ocurre, pero ella me mira fijamente. Me da una bofetada y sale del cuarto.
Perfume
Era ella la que quería estar conmigo. Yo jamás tuve intención de llegar más allá de las fiestas. Soy odiosa. Puedo encontrar a mil mujeres como ella. Me gusta el sexo; no creo en el amor.
Ella sí. Por eso la odié. Porque su aroma me cambiaría… después de que me susurró al oído que me amaba.
Entonces, ¿por qué tuve que buscarla después? Porque ella se aparecía incesantemente en mis sueños, y porque ocasionalmente mandaba un mensaje a mi celular preguntando si iría a bailar con ella. Compré un ramo de narcisos y lo llevé a la puerta de su casa.
Se sorprendió. Pero cuando tomó las flores, tan inocentemente, no pensó en las agujas que había en ellas.
Me abofeteó. Marcó mi rostro con su sangre y me gritó lo egoísta que estaba siendo. ¿Yo, por no creer en el amor? ¿O ella, por pretender que lo hiciera?
Meses después la sangre continúa impregnada en mi cara. Pero estoy segura de que ni el veneno de las agujas, ni su necedad, han dejado sanar sus manos.