La máquina que no hace nada
Pavel R. Ocampo
Quizás lo más extraordinario respecto a ella, es la cantidad de gente que acude. Una interminable fila —y no es hipérbole— de personas ansiosas por depositar su dinero en la hambreada cavidad de la máquina. Cuando alguien que no la conoce llega y pregunta por lo que está pasando, la respuesta es siempre la misma: esperamos nuestro turno. ¿Turno para qué? Para usar la máquina. La fila en la Yaya, como ha sido bautizada, avanza poco a poco hasta que por fin ha llegado el turno del ignorante. Se deposita el billete en la cavidad y entonces la máquina arranca su complejo proceso de no hacer nada. El nuevo cliente observa con sus enormes ojos los de la máquina. Espera. Nada ocurre. Continúa esperando. Nada. El hombre de detrás lo apremia. “Ya me toca”. El nuevo cliente se aparta para que el otro use la máquina. Está abrumado. No puede creer que aquella máquina no hiciera nada. Una cascada de dopamina le calienta el cerebro. Necesita verlo de nuevo. Una máquina que no hace nada es una genialidad bárbara, una singularidad digna de ser usada otra vez. Apura un billete del bolsillo y vuelve a la fila. Necesita el vacío de aquellos ojos. Necesita la adrenalina de esperar y no obtener nada. Porque quizás esta vez ocurra algo. O no. O sí. “Apresúrense.”