Madre Xo
02-09-2020
Pavel R. Ocampo
Cuando el sol golpea el horizonte, cuando las sombras se extienden desde las paredes para recubrir las calles, y las luces mortecinas de la tarde se encienden; la noche explota a borbotones junto a la vieja casa; la noche se alza en sombras y ella aparece. Primero emerge su cayado, tejido con sombras, luego el árbol que lo corona, como un vetusto sauce cuyo ramaje escurre y lo viste.
Su lomo desnudo se alza y finalmente ella camina desde el fondo de la oscuridad hasta el concreto de la calle. Nadie la ve. Agita la cabeza canina para reconocer su entorno; olfatea, eleva el hocico y aúlla. Nadie la escucha.
Avanza en cuatro patas y en seguida se yergue. Reconoce las calles de una ciudad antigua, la hierba que resquebraja las paredes y sus flores incipientes, el rocío que las nutre. Alguien camina junto a ella. Luego es otro. Una chica pasa a través; la sensación es extraña: dos cuerpos que por un instante fueron uno. La multitud la ignora, inmersa en una vida de destinos rutinarios, de premuras impostergables, de direcciones inmutables.
Olfatea. La estela de tabaco se acerca. Prepara sus garras. Contiene la respiración. Una de sus zarpas lo captura. Lo atrae. El hombre no entiende. Se retuerce. Tiene miedo. Ella lo presiona contra sus pechos. Los abraza. El hombre busca como un cachorro. Y mama.
En la oscuridad, se hunden.
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L. S. Siel
Pavel Ricardo Morales Ocampo