Maestros de las letras
Pavel R. Ocampo
Soy un manojo de nervios. Supe que el maestro de cuento es uno de los lagartos de la laguna de Coyuca, y no me imagino si quiera el modo de trabajar de un lagarto. Supongo que debe ser lento —como lo son ellos cuando toman el sol—; o quizás es porque disfrazan de parsimonia el instinto asesino —esa tan mala fama que atiborra los documentales sobre manglares.
Mi padre decía que hace siglos que los lagartos de Coyuca existen. Llegaron, relataba él, gracias a un portentoso huracán que los arrastró junto con los escombros de alguna ciudad olvidada. Los lagartos se adaptaron a su entorno: se comieron a los pelícanos y a las garzas; se camuflaban bajo la sombra y entre los incipientes carrizos para cazar. Hace cincuenta años, relataba mi padre, algunos lagartos abandonaron su laguna en busca de una vida más próspera. Aprendieron que en el pueblo del Embarcadero tenían mejores posibilidades de subsistir, siempre y cuando lograran franquear el miedo inicial de los seres humanos. Algunos se postularon para realizar trabajos que otros no querían, como acarrear los cocos y los mangos, remontar lanchas por el río hasta la laguna, o incluso aparecerse en las aguas para fascinar a los turistas y así extender los rumores sobre aquel lugar. Mi padre asegura que son buenos cuentistas, que su longevidad los ha recompensado con miles de anécdotas. Quizás por eso han sido contratados como maestros de las letras.
No quiero pensar en el método de evaluación de mi maestro. Lo imagino en silencio detrás de su escritorio, con las fauces abiertas, coronado, quizás, con una gaviota osada.