Remembranzas
Pavel R. Ocampo
[06-09-2019]Ser la madre de tres puede ser un tanto complicado en mi región; quizás decirlo así es un eufemismo y quizás pensar que sólo es así en mi región puede resultar desconsiderado para otras madres. Ser madre es sin duda un desafío, pues.
Mencionar mi región me transporta a aquellos días en Técpan de Galeana, tierra que vio nacer el bolillo relleno y donde aún se ostentan las tradiciones de nuestro país. Cierro los ojos y de pronto estoy en el porche de la casa en donde crecí; disfruto de una tarde soleada en los años setenta, tardes que no sabía que iba a añorar como lo hago ahora… Mis calles, mi escuela, las macetas ataviadas de hibiscos que allá son llamadas recreo, los escalones que venían desde la calle hasta la sombra provista por el tejado como invitando a los vecinos a pasar una tarde agradable en el porche, mi propia madre sentada en la hamaca.
Antes de ser madre toda mujer fue hija, y quizás pocas hayan sufrido lo que yo al ver la avanzada vejez en el rostro de mi madre; recuerdo los ojos vidriosos que se ocultaban detrás de las arrugas de sus setenta años; recuerdo sus labios hundidos, las manchas de sus manos y también la sonrisa que la acompañaba a todos lados. La imagen de ella meciéndose en la hamaca del porche mientras yo jugaba con mis muñecas —sólo una hora, porque después había que estudiar y atender los quehaceres— está grabada en mi corazón como una pintura en las paredes de una iglesia. Yo era muy joven, apenas una niña de ocho años, cuando mi madre se acercaba tan peligrosamente a sus ochenta. En el corazón se me alojaba un dolor pulsante que ocasionalmente oprimía cualquier rastro de felicidad, que alimentaba la angustia y la desazón; si tuviéramos más tiempo…
Los tres primos con los que crecí no parecían compartir mis miedos. Alfredo, Luis y Emi eran traviesos pero unidos; siempre me protegieron y cuidaron de mí. Fueron como mis hermanos; y entre ellos eran hermanos cuya historia era parecida a la mía. En una mañana a principios de aquella década los tres fueron dejados por su madre al final de la calle:
—Ahí, sigan el camino y lleguen a casa de la abuela —les dijo. De modo que los tres niños se tomaron de las manos y así llegaron a nuestro porche. Mi madre, que también era mi abuela, los recibió sin chistar; como había hecho conmigo.
Fui la primogénita de una niña llamada Valeria, y la hija de una mujer anciana a la que todos llamaban Chunca; fui la que padeció las consecuencias de una boda de pueblo. Andrés, hijo de Chunca, se casó con Valeria en un acto precipitado, quizás imprudente, quizás sólo un acto. Fruto de ese matrimonio nacería yo, una pequeña que llegó al mundo demasiado pronto y que sería regalada a su abuela.
Quizás fueron estos tempranos actos de maternidad fallida los que me obligaron a adoptar una resolución: que una madre tiene que ser algo más que una chica imprudente. Pero la abuela fue una buena madre. La mejor de todas quizás. Siempre estricta, siempre sabia, autoritaria y enigmática, pero también divertida y cariñosa: el amor, me demostró, tiene formas infinitas de manifestarse.
Durante diez años crecí junto a mis primos. Mi querida madre nos educó bien: estudiar duro, elegir una carrera, trabajar arduamente, y, ante todo, ser las personas más decentes que pudiéramos ser. A medida que el tiempo transcurría me convertí en una adolescente con grandes sueños para el futuro; había conseguido aplacar mis miedos y así gozar de una vida rebosante de alegría: fiestas de cumpleaños, posadas en navidad, misas de domingo, los programas de la televisión… Pero el final de la preparatoria me llevó a elegir una carrera y a tomar una decisión difícil; durante los últimos seis años había visto a mis primos marcharse uno a uno para estudiar y comenzar una vida por su cuenta; ahora había llegado mi turno, y tenía que abandonar aquel pueblo para encontrar mejores oportunidades en Acapulco, ciudad prolífica y generosa, dotada de una belleza singular que cada año atraía a miles de turistas incentivando así las actividades económicas; la ciudad más grande del estado.
De modo que me fui y comencé mis estudios universitarios. Elegí la carrera de derecho. Tenía tantos sueños, tantas esperanzas, tantas ganas de litigar en los juzgados. Incluso ahora estoy segura de que pocos son los estudiantes que, como yo, comienzan sus estudios universitarios plenamente enamorados de la profesión. Los cuatro años de la carrera di lo mejor de mí; asistí puntual a clases, aprobé mis materias con calificaciones ejemplares, hice muchos amigos y asistí a incontables fiestas amenizadas por la música de Cindy Lauper, Gloria Gaynor y Madonna, y culminadas con las apasionantes letras de Marisela o Juan Gabriel. Estaba cerca de lograr mi propósito y convertirme en una profesionista. Con la graduación a sólo unos meses, ¿qué podía salir mal?
Y entonces apareció. Conocí a Leo una tarde en la Universidad; era el novio de una amiga y un tonto mayúsculo; un hombre que me adelantaba seis años y al que yo le ganaba uno en la licenciatura; un rezagado sin duda, un sujeto sin atractivo, sin encanto… Me buscó. El condenado dejó a mi amiga y fue detrás de mí. Intentó enamorarme y un día cometí el error de irme a la cama con él. ¿Qué me detenía?, nada, supongo. Como los hombres, yo podía decidir e irme a la cama con quien yo quisiera.
Pero bien me lo advirtió la tía Titi:
—Podrás ser buena, podrás ser amable, podrás ser la mejor, pero a veces bastan cinco minutos para echarlo a perder todo.
Y así fue. Entendí que, aunque las mujeres y los hombres tenemos la misma oportunidad de elección, las consecuencias con las que cargamos nosotras pueden ir más allá del autodesprecio y el arrepentimiento que en ocasiones nace tras una noche desenfrenada. Cuando descubrí que estaba embarazada, la sangre se me heló y el corazón se me detuvo; pude ver mis sueños venirse abajo como una escultura de arena alcanzada por las olas; había fallado a la madre que tanto había hecho por mí; me había fallado a mí misma…. Estaba por truncar mis sueños profesionales. No tenía esposo, no tenía ninguna clase de estabilidad o de garantía para el futuro. No tenía nada.
Acudí a Leo, y contra todo augurio propiciado por mis miedos, me dijo:
—Tengámoslo.
Enfrenté quizás la decisión definitiva de mi vida: terminaría la Universidad, tendría un hijo y me iría a vivir con un hombre al que apenas conocía. Ya habría tiempo para el amor…
Mi graduación fue un evento que trajo consigo emociones ambivalentes: amargura y felicidad. Mientras la alegría crecía en mi interior, una sensación de vergüenza y miedo se gestaba en mi vientre. Sabía que podía salir adelante; no todo estaba perdido. Compramos un terreno en Costa Azul; cualquiera se sentiría impresionado por este logro, pero en aquellos tiempos la colonia no era el referente de lujo que alguna vez llegó a ser, y tampoco pudimos costear el mejor de sus terrenos. Los días comenzaron a transcurrir con una rapidez peculiar; a veces no somos conscientes de que el tiempo es sumamente engañoso; los días acarrean las semanas y éstas pasean como un vendaval efímero. El tiempo es como el oleaje: a veces intenso y feroz, y otras lánguido y rutinario. Nunca aplacé mis visitas a Técpan; cada fin de semana podía vérseme allá, en mi casa, con mi madre y mi tía.
Aquel sábado abordé el autobús a las cinco de la mañana en la terminal del Ejido; yo era una asidua clienta de aquella terminal y aquel horario se había convertido en mi preferido. Me senté junto a la ventana. Como en cada viaje durante esos tortuosos nueve meses, tenía el corazón atorado en la garganta y el alma rebosante de zozobra; me recargué sobre la ventana mientras veía al resto de los pasajeros en la fila de abordar; observé con especial interés las motas de polvo del otro lado del cristal y experimenté un dejo de molestia porque aquellas motas obstruirían la visión de mis rumbos una vez que llegara. De alguna forma todo se sentía mal; el mundo se me resistía.
Intentaba, ahora lo sé, aletargar el momento de la verdad valiéndome de pensamientos distraídos, con ideas tortuosas y hasta con la loca resolución de abandonar el autobús y no enfrentar mis errores; quería evitar confesarme ante mi madre. Lo que fuera con tal de no fallarle. Cada semana se había vuelto lo mismo.
Cuando el autobús arrancó, luché por quedarme dormida, pero conciliar el sueño no es algo que se pueda conseguir a punta de esfuerzo; requiere, por el contrario, pequeñas dosis de paz, de una pizca de cansancio, de una cabeza despejada y una conciencia tranquila. Dormir era una receta que yo había olvidado o para la que se me habían agotado los ingredientes. Aun así, pienso, siempre hay quienes tienen otros medios para dormir —¿Cómo podría, si no, explicar que los maleantes duermen?
Al llegar a la casa de mi madre fui recibida como el sábado anterior, y el anterior a ése, y el anterior a aquél. Mi madre me abrazó y yo la estreché en mis brazos como para nunca soltarla. Ignoro si la intensidad vertida en estos abrazos fue una respuesta a su edad o si era una manifestación del miedo a mi inminente confrontación con ella. Estaba por cumplir nueve meses de embarazo, pero nadie lo hubiera notado; nadie lo hizo.
Dormí en mi cama aquella noche; di cientos de vueltas de un lado a otro y asimismo giraba la almohada, intranquila; siempre intranquila a partir de que me embaracé. La noche se convirtió en un suplicio de incertidumbres varias. Recuerdo que mi cama estaba junto a un enorme horno de piedra en el que mi madre solía hacer pan cuando era joven; recuerdo aquel horno como un sitio de juego donde mis primos y yo inventamos cientos de historias. Durante el día, el horno invitaba a los niños curiosos a su interior; pero durante la noche todo cambiaba y por el agujero soplaba una suerte de aire pesado y lúgubre, como el hocico hambriento de un monstruo insaciable.
Inicié mi viaje de vuelta a Acapulco el lunes en la madrugada. Mi madre me despidió desde el porche, ondeó su mano y pude ver las prominencias de piel arrugada que colgaban de sus brazos; su sonrisa se pronunció amplia y sus ojos brillaron con una intensidad tan grande que nunca he visto en los ojos de alguien más. Mientras me alejaba de la casa podía sentir que el miedo me invadía como una serpiente; cada paso me perturbaba más, y ni siquiera el lisonjero trinar de los gorriones podía aplacar mis más terribles dudas. Subí al autobús con un temor más grande: no sería capaz de volver en unas semanas.
Cuando regresé, Leo estaba esperándome en el pequeño cuarto que rentábamos.
—¿Cómo te fue? —preguntó.
—¿Cómo quieres que me haya ido? —respondí en un tono gruñón; estaba molesta. ¿Con él? ¿Conmigo? ¿Con el mundo?
Los últimos días del embarazo transcurrieron como un chaparrón. Era muy tarde cuando llegó el momento de dar a luz; el dolor era insoportable, y ha trascendido en mi memoria a tal grado que aún lo recuerdo vívidamente. Salimos en el coche y fuimos al Hospital General. Ahí, di a luz a mi primogénito.
A partir de aquel momento el mundo adquirió un nuevo brillo; de pronto había un abanico más vasto de matices en los colores; la luz se fragmentaba en el aire como una lluvia copiosa multicolor; el viento soplaba con la vivacidad de un amante y el sol me envolvía en sus cálidos brazos, recordándome a la costa. Por un momento me olvidé de los temores y de los, ahora sé, falsos sentimientos de desazón, porque ahora entendía que en el mundo había dichas superlativas que estaban muy por encima de cualquier dolencia. Las palabras de mi madre cruzaron mi mente. “Ten un hijo para que tengas algo por lo cual vivir”. Pensé que aquella era una respuesta artificial para aplacar mis miedos; pero ahora lo entendía. Cuando tomé al bebé entre mis brazos experimenté una dicha que sólo podría calificar de plena, comprobé que ella tenía razón.
Tan solo unas semanas después, Leo me pidió que visitáramos a sus padres en Tixtla; quería presentarme a mí y a su hijo ante su familia. Quería, pensé, hacer las cosas bien. Salimos de Acapulco a las cinco de la mañana; Leo condujo el coche por la carretera federal mientras mi hijo y yo descansábamos en el asiento trasero. ¿Qué podía esperar de aquel pueblo?, no estaba segura. Alcanzamos Chilpancingo cuando el sol despuntaba entre las montañas y su calor comenzaba a extenderse en el valle; su halo resplandecía como la corona de un ente divino y su luz ya teñía el ambiente con sus colores más brillantes: verde en las montañas, azul y violeta en la superficie del cielo, malvas y dorados en las flores de los árboles. Yo tenía frío, pero era normal para alguien cuya vida entera había transcurrido bajo el abrasador sol de la costa. Me limité a envolver el pequeño bulto en mi regazo para transmitirle un poco de mi calor, para protegerlo, para agradecer su existencia en este mundo.
Atravesamos Chilpancingo. Nos internamos en la carretera que conduce hacia Tixtla, en un camino que serpenteaba peligrosa e incesantemente durante todo el trayecto. El aire bajo las blancas nubes era fresco, y sólo sus corrientes me mantenían a salvo de los mareos y las náuseas. Al llegar a Tixtla aproveché para curiosear desde el coche. Las casas estaban construidas de barro en su mayoría, sus techos estaban conformados por tejas viejas, deslucidas y mohosas; techos que habían atestiguado numerosas lluvias y hasta granizadas. Las paredes estaban pintadas con colores que iban desde el blanco puro hasta los pistaches y los naranjas; por todos lados transitaba gente: mujeres envueltas en sendos rebosos; algunas llevaban ramos de alcatraces y demás florecillas menos imponentes; otras trasladaban cubetas de nixtamal hacia los molinos o iban con sus bolsas de mercado llenas de verduras en ambos brazos mientras cargaban, sujetado con el reboso, a su hijo en la espalda.
Leo continuó manejando: aunque sus hermanos vivían en Tixtla, sus padres estaban asentados en un lugar llamado El Plan de Guerrero, una comunidad que apenas alcanzaba los treinta habitantes y que no figuraba en ningún mapa. La casa de su madre estaba junto a la carretera Tixtla-Chilapa. Cuando nos estacionamos y bajé del coche me dejé acariciar por el viento fresco que bajaba de los cerros. El sol dominaba los inmaculados cielos.
Cuando María, la madre de Leo, se acercó para recibirnos, su gesto era aprensivo y hasta desdeñoso. Su cabello era rizado; lo usaba corto e iba esponjado, entretejido con hebras oscuras y grises. Usaba un vestido sencillo, de una sola pieza, y encima un mandil de cuadros azules.
—¿Tú eres la mujer? —preguntó—. ¿Este es el niño? —continuó, señalando el pequeño bulto que yo llevaba entre los brazos.
Aquellas preguntas deliberadamente absurdas incendiaron algo en mi interior; aquel desdén provenía de un pasado más inmediato que su condición d pobreza y su vida entera como mujer del campo; algo me indicaba que ella se hubiera mostrado recelosa sin importar quién fuera la fulana a la que Leo hubiera traído.
—Pues sí —dije. El tono seco era más una respuesta al tono que ella había empleado para formular sus preguntas.
Después Facundo fue quien se aproximó. Era un hombre delgado, de piel morena como el chocolate; dulce de carácter como su sonrisa. Llevaba un sombrero y una camisa desabotonada que dejaba entrever la piel flácida y arrugada y era acompañado por una nube con el aroma de las mazorcas. De inmediato me preguntó si podía tomar al niño. Yo se lo entregué y él lo acogió cariñosamente.
Después volvimos a Tixtla para conocer a la hermana de Leo, Cecilia. La mujer era especialmente alegre, una trabajadora incansable y una madre ejemplar. Cuando nos conocimos hablamos como amigas de hace tiempo.
—Yo también estudiaba en la facultad de derecho —le conté a Cecilia—. Ahí nos conocimos. Terminé la escuela hace tres meses. Espero titularme pronto.
—Mi hermano no te dejará trabajar —me advirtió. Entre nosotras se alzaba el perfume de una taza de café de olla.
—Ya hablamos. Él termina este año. No tenemos mucho dinero, por eso primero se va a titular él mientras yo cuido al niño y cuando Leo ya esté trabajando me voy a titular yo —expliqué.
—Él no te va a dejar. ¿Sabes por qué no te ha pedido que se casen?
Negué. Ni siquiera lo había pensado porque el matrimonio no me importaba.
—Está casado… Bueno, se casó hace ocho años, pero su mujer lo engañó. Por eso él se volvió así, cauteloso. No se ha divorciado, pero ya hace muchos años que no se habla con su mujer.
Me quedé sin palabras.
Volvimos a Acapulco al día siguiente. Para mí, el regreso fue amargo y silencioso. En el asiento trasero contemplaba a mi hijo mientras me preguntaba qué nos deparaba el destino. ¿Había hecho bien al aceptar a Leo en nuestras vidas? ¿Aún podría cambiar ese destino?
Llegamos al cuarto que rentábamos hacia el mediodía. Dejé al bebé en su cama, asegurándome de que estuviera dormido. Después me arrojé en el colchón que Leo y yo compartíamos. Un sentimiento de consternación me invadió el alma. Aun ahora no consigo entender qué sentimientos me perturbaban tanto; era una suerte de orgullo mezclado con la consistencia de mis malas decisiones en la vida. No me molestaba que Leo estuviera casado, ni siquiera que no me lo hubiera dicho; era la sola idea de que durante los seis años que me llevaba de ventaja, él había acumulado una serie de experiencias que ya pesaban sobre mí. Ahora veía que la diferencia de edad fue perentoria; al menos para él y para mí.
Los días pasaron y la angustia se fue disolviendo en las muestras de cariño de Leo hacia el bebé. Él estaba embelesado; quizás tanto como yo misma, y eso me aliviaba pues no era la única rendida al amor de madre. Después de una semana me atreví a pedirle que me llevara a Técpan; ya no podía seguir aplazándolo: yo tenía que ver a mi madre.
Leo condujo las dos horas de trayecto. El corazón amenazó con salírseme del pecho en cuanto reconocí los extensos huertos de palmeras, el sol de la costa, el olor de las vacas y la brisa cándida, tan diferente a la sal de los vientos Acapulqueños. Cuando llegamos al pueblo indiqué a Leo por dónde debía girar; pronto nos introdujimos en calles nostálgicas: por ahí, yo solía correr con mis primos y por allá estaba la baqueta que usábamos para ir a la tienda; pasamos por la casa de doña Elvira y supe que estábamos ya demasiado cerca. Sentí que mis ojos se anegaban en lágrimas cuando atisbé la ventana a través de la cual mis primos y yo habíamos visto numerosos episodios de El chavo del ocho, aún en imágenes monocromáticas perturbadas por un efecto de ruido.
Nos estacionamos frente al porche de la casa y vi que la gente curiosa se asomaba. Cuando salí del auto saludé a los vecinos, y éstos me respondieron con una sonrisa; poco o nada podrían haberme importado sus cuchicheos en aquel día. Leo y yo subimos los escalones que llevaban al porche y mi querida madre, vieja y enjuta, salió para recibirnos. Me miró sin juzgar y luego su vista descendió hasta mis brazos. A medida que Leo y yo subíamos las escaleras, mi madre se acercaba a nosotros, dando pequeños pasos, casi arrastrando los pies. Cuando llegué a ella, me pidió al niño. Lo sostuvo en sus brazos. Y sonrió.
—Este niño será tu alegría —sentenció.
Aquéllos fueron, ahora lo sé, de los mejores momentos de mi vida. Sin importar los miedos y los arrepentimientos, había alcanzado un cierto grado de plenitud con un hijo en brazos; no creo que nadie que no sea padre lo comprenda del todo, pero el mundo adquiere tintes más vívidos cuando un hijo aparece en escena.
Contemplo el cielo de casi treinta años después; las nubes navegan como los barcos de carga en la bahía de Santa Lucía, con una tranquilidad que es usual en las primaveras del puerto. El sol de la tarde siempre es agradable; ilumina los cerros revestidos de verde con sus rayos áureos y arranca perlas de sudor de las frentes de todos los acapulqueños; o tal vez sólo de los desafortunados que no contamos con un aire acondicionado en casa. Los vientos corren con mucha más frescura durante la tarde. Suspiro. Otro día en Acapulco. ¿Quién creería que este cielo había atestiguado nubes portadoras de lluvias torrenciales? Los vellos aún se me erizan ante las remembranzas del huracán Paulina. Y el recuerdo más reciente de aquellas dos tormentas que azotaron el puerto y atraparon a miles de turistas en aquel sensible puente del dieciséis de septiembre, aún me causa conmoción.
Fragmentos de una mañana del 97 en la que salí de la casa tan solo para observar la desgracia del puerto: árboles colapsados, grandes torrentes que corrían por las calles precipitándose violentamente hacia el mar; aquel silencio mortuorio que se posó sobre Acapulco como una nube tóxica. Sentí miedo. Los noticieros se habían encargado de prevenir a la población, pero ni los meteorólogos fueron capaces de anticipar la cantidad de agua que habría de caer después de las tres de la mañana. Aquella noche la había pasado junto a mis dos hijos. Leo se había ido. Había abandonado a su familia por otra mujer. Por una fulana. Ante aquel ambiente de desgracia no pude sino llorar. Para aquellas fechas, mi madre tampoco estaba ya.
Después de aquel episodio los recuerdos se me muestran intermitentes: los soldados entregando despensa; yo cuidando a mis hijos; la torpeza de mis manos para colocarles el cubre bocas; yo colándome en las filas para procurarles un plato de avena, una bolsita de agua… Lo que fuera. En la televisión se reportaban cientos de muertos. La crecida de los arroyos provocó desbordamientos y varios de los cerros se habían vencido en taludes que sepultaron viviendas enteras. La suerte de la costera no había sido mejor; algunos coches habían sido arrastrados al mar, y la emblemática avenida Miguel Alemán había sido sepultada en lodo y piedras. Yo estaba aterrada.
La infidelidad de Leo me marcó. Tras dos hijos y seis años junto a él, fui tomada por sorpresa. Me sentí embaucada, víctima de una estafa cruel de la vida. La verdad es que la partida de Leo dejó a mi familia fracturada. Las preguntas incesantes de mis hijos acerca de por qué su padre no estaba, mi falta de seguridad, mi enfrentamiento contra la ira de la naturaleza, verme forzada a madurar por culpa de las responsabilidades… La vida se había transformado en un vertiginoso huracán. La vida no tendría que ser tan complicada a los treintaidós.
El paso del tiempo acentuó problemas que antes no había visto. Entre Leo y yo se desató un juego de poder, de moralidad, de orgullo. Y tan solo unos meses más tarde, Leo dejó a la fulana y se fue.
Mis hijos y yo también nos fuimos. Leo se había marchado al norte del país y para mis hijos y para mí no había ya nada en Acapulco que mereciera quedarnos. Leo había abandonado a la otra mujer y se había alejado en busca de un mejor futuro en el norte. La decisión nos llevó a un autobús en una madrugada fría de septiembre. El viaje fue largo, fue incierto, fue definitivo. Dejamos la casa sin poder despedirnos de ella: una vivienda de tres habitaciones construida por Leo y su padre, un terreno amplio, un perro pequeño, un gato que pronto encontraría otro dueño… Al momento de volver ya no encontraríamos a ninguno.
El viaje en autobús se prolongó durante doce horas hasta las coloniales calles de Guanajuato; frías para mí y para mis hijos. Fuimos huéspedes de David (hermano de Leo), de su mujer y sus cinco hijos. Durante poco más de cinco meses nos dieron techo y comida; pero el paso del tiempo y la poca respuesta de Leo dieron paso a las emociones más bajas del ser humano: los niños peleaban; para mí y mis hijos la comida era racionada hasta cantidades alarmantes; las miradas se tornaban violentas y entre empujones alcancé a atisbar que mi tiempo ahí había terminado; quizás para siempre.
Reflexioné mucho durante aquellos días. Impulsada por el hermano de Leo, me lancé con mis hijos en una nueva aventura hacia el norte del país: Teníamos que alcanzar a Leo. Aún había esperanzas de convertirnos en una familia feliz. Después de todo, Leo no había perdido comunicación ni conmigo ni con sus hijos; siempre enviaba algo de dinero y en estas muestras de responsabilidad encontré un poco de consuelo y hasta de esperanza.
El viaje hacia el norte fue incluso más difícil. La distancia era mayor que cualquiera que yo hubiera recorrido, y al autobús le tomó poco más de un día llegar a nuestro destino.
En Ciudad Juárez fuimos recibidos por familiares de Carmela, la esposa de David, con quienes Leo mismo se estaba quedando. Nos trasladaron en coche desde la terminal, pasamos por calles solitarias, carreteras desconocidas, fachadas que me inspiraron el más auténtico pavor. El calor era insoportable en aquel verano y podía observársele escapando del pavimento de las carreteras en insidiosas ondulaciones que perturbaban la vista. Ya en la casa de nuestros anfitriones se nos fue señalado el pequeño cuarto en la azotea, el cuarto donde Leo se hospedaba. Recuerdo aquella tarde como eterna; la expectación me obstruía la garganta y el miedo me oprimía el corazón. Había viajado tanto; estaba ya muy lejos de los cocos de la costa… ¿Y por qué había viajado tanto? Acaso por la mera necesidad de que mis hijos tuvieran al padre que tanto buscaban.
La sorpresa fue evidente en Leo cuando llegó y nos descubrió ahí. Expliqué lo mal que la habíamos pasado en Guanajuato y también la importancia que él representaba para mis hijos.
Durante algunas semanas estuvimos juntos de nuevo. A medida que él y yo lidiábamos con los meses separados y la idea de recobrar nuestra familia, también lidiábamos con los aspectos menos gratos de ser huéspedes de alguien más. Mientras nuestros anfitriones disfrutaban de su aire acondicionado y su televisor, mis hijos y yo teníamos que padecer el intenso calor veraniego del desierto. Recuerdo que, a causa del calor, ni siquiera mis hijos podían conciliar el sueño durante la noche; recuerdo que en el cuarto teníamos una tina de plástico llena de agua donde nos sumergíamos para aplacar la irritación del calor; al menos cinco veces a lo largo de la noche despertábamos y uno a uno nos sumergíamos en el agua de la tina. El día no era mejor, pues debíamos padecer la ausencia de electricidad y la monotonía de las mañanas hasta que Leo regresaba del trabajo y se reunía de nuevo con nosotros.
Contemplé que todo el rompecabezas se acomodaba y comenzaba a tomar forma. Quizás todo saldría bien, después de todo.
No fue así. Quedé embarazada nuevamente. Estaba aterrada. ¿Qué sería de mí y mis hijos si volvíamos a aquel modo errático en que habíamos vivido los últimos 2 años? Leo me pidió que me fuera. No tenía nada que ofrecernos ahí en Ciudad Juárez pero, si accedíamos a irnos a Tixtla con su hermana Cecilia, quizás podría ayudarnos. Y tal vez, sólo tal vez, alcanzarnos. Además, el invierno era inminente y en Ciudad Juárez tendríamos que lidiar con temperaturas bajo cero en un cuarto sin calefacción, tal como habíamos lidiado con el calor del verano desértico sin aire acondicionado.
Nos fuimos. Una vez más abordé el autobús con mis hijos, incluyendo al pequeño que ya se gestaba en mi vientre. El viaje fue largo y desgarrador, pero afortunadamente no tengo de él algo más que retazos de paisajes; verdes desolados, nubes henchidas de dolor y lluvia, tierra infértil y seca… un destino incierto que se extendía en un horizonte inalcanzable.
Llegamos a Tixtla. A estas alturas las vidas de mis hijos se descomponían entre fragmentos de ciclos escolares, vacaciones repentinas, compañeros nuevos. Creí que ahí tendríamos alguna clase de estabilidad. Cecilia nos recibió con los brazos abiertos. A ella más que nadie debo tanta gentileza y cariño. Trabajé con ella en su negocio casero de tortillas a mano, chalupas, tostadas y tacos dorados. Desde las cinco de la mañana se nos podía encontrar a ambas al fondo de la casa, frente a un comal ardiente que nos arrancaba las más reacias perlas de sudor. Mi panza creció hasta los nueve meses frente a aquel comal. Los días se aletargaban y se me presentaban en intermitencias: trabajo, visitas a la escuela de los niños, recibir de Leo un giro postal por unos pocos pesos…
A medida que pasó un año comencé a preguntarme qué pasaría a continuación. Recuerdo que en aquellos días una amiga mía me dio un baño de realidad; me soltó las palabras como un balde de agua helada cuando yo llevaba meses de paso errático en el desierto.
—¿Qué esperas aquí? Vete. Llévate a tus hijos. Tu marido no va a regresar… Mírate. Te vas a acabar vendiendo tortillas.
Sus palabras cayeron dentro de mí y germinaron como una especie de hierba; acaso una mata de espinas que se enroscaba entorno a mi cuerpo. Una mata que me lastimaba pero que, a fin de cuentas, me mantenía viva y en pie. No era la resolución pobre de asociar las tortillas a un fracaso, era el contraste que había adquirido mi vida contra mis sueños y mis anhelos. Tomé la decisión de irme. Con un niño de pocos meses y otros dos de 10 y 7 años, la vida me deparaba un camino que yo ya anticipaba difícil.
Conté con el apoyo de Cecilia, y poco después ya me encontraba de camino hacia Acapulco. De vuelta a mi hogar y al de mis hijos. Busqué una escuela para mis hijos, busqué el apoyo de una prima y busqué por todos los medios volver a la normalidad. No consigo olvidar, todavía ahora, la expresión de felicidad de mis dos hijos mayores cuando les hice saber que regresaríamos a Acapulco; después de todo, para ellos esto era regresar a la que habían conocido como su casa; era olvidarse de la etiqueta de “arrimados” y significaba dejar atrás las caras de molestia, los gestos insensibles, las comidas imparciales…
Ahora pienso que quizás fue cruel para ellos darles esta probadita del pasado, esta falsa esperanza. ¿Y si creyeron que su padre iba a volver? ¿Y si vieron en este un acto anticipado de bondad por parte del destino que tan mal los había tratado?
Por una semana fuimos felices. Sólo por una semana.
La llamada llegó a las 10 de la noche. Mis hijos comenzaban a dormirse y yo los observaba descansar. Velar por sus sueños era quizás una forma de buscar los míos. Escuché golpes en la puerta. Salí, extrañada por un llamado inesperado y tan tarde. Era una vecina y tenía una expresión de angustia que inmediatamente me transmitió malas noticias. ¿Qué ocurría?, pregunté.
—Te llaman.
Yo no contaba con ninguna clase de teléfono. Aquellos eran lujos de los que había tenido que prescindir en orden de mantener a una familia; mi única responsabilidad. La acompañé. Entré a su casa con el alma en vilo. ¿Qué nueva jugada retorcida me tendría guardada la vida? Tomé la bocina.
Leo murió. Algún ajuste de cuentas por uno de sus litigios lo había matado.
Sentí que mi cuerpo se rompía en cientos de fragmentos; me sentí igual que un jarrón de cristal que ha estado más de treinta años en una mesa hasta que un niño travieso pasa a su lado y lo derriba. Sentí cómo me estrellaba contra el suelo y luego vi mi cuerpo fragmentarse en tantas partes que por un momento dejé de ser yo misma. Contuve la respiración. ¿Para un cuerpo vuelto añicos, qué caso tenía respirar? Volví destrozada a mi casa. Fragmento a fragmento. Paso a paso. El ruido se amortiguaba en mis oídos y las entrañas me escocían. Desperté a mis hijos.
—¿Qué pasó? —me preguntó el mayor.
Ante aquella mirada de inocencia tuve que hacer un esfuerzo mayúsculo para no derrumbarme; fue, quizás, la prueba más difícil y la evidencia más grande de que era capaz de sobreponerme. La vecina se ofreció a ayudarme. Ni siquiera supe en qué momento me dio alcance. Tomé una bolsa. Metí algunas prendas de ropa, algunas cosas que ahora no recuerdo pero que estoy segura de que, en el momento, creí que serían útiles. Partimos hacia Tixtla.
Cuando llegué fui recibida por Cecilia. Aún no había dicho a mis hijos lo que había pasado, pero podía atisbar en sus miradas recelosas que algo intuían. Algo malo acababa de pasar. Lo sabían. Pero yo no quería que lo supieran. ¡Oh, cuánto habría deseado aletargar aquella terrible noticia! No sólo estaba por decirles que su padre había muerto, sino que estaba por destrozarles la vida.
El entierro aconteció casi una semana después. Quien sea que haya gestionado los trámites no tiene idea de la premura que una viuda requiere para ver a su marido, para acabar con la agonía de la incertidumbre, porque, a pesar de todo, las palabras no terminan de alcanzar a la realidad que sólo con la vista se puede confirmar. Quizás al verlo con mis propios ojos acabaría por creerlo. Quizás al verlo sepultado podría esforzarme en encontrar alguna clase de consuelo…
Pregunté a mis hijos si querían verlo; se negaron.
Y la vida tomó un nuevo curso. Volví a Acapulco con poco menos que nada, pues Leo sólo me había dejado recuerdos. La casa era todo lo que teníamos. Pero al penetrar aquel umbral sentí mi cuerpo desmoronarse ante el pasado. Ya podía verme vuelta loca ahí, entrando de una habitación a otra para encontrarme con un recuerdo materializado, conviviendo con el fantasma de Leo, recordando disputas y alegrías…
Cuando los hijos de Valeria se enteraron de lo que había ocurrido, me tendieron la mano. Ellos eran, después de todo, mis hermanos biológicos; aunque se trataban de personas con las que no había tenido ningún tipo de acercamiento. Tres hermanas y dos hermanos desconocidos para mí, apenas insinuados en recuerdos remotos y conversaciones difusas. Acepté la ayuda porque sabía que ahora era mi turno de salir a trabajar para ver por mis hijos. Este fue el momento determinado por mis decisiones del pasado y el que más me pesa: ya habían pasado más de diez años desde que había terminado la Universidad y mis estudios ya eran inválidos. No podía titularme, no podía ejercer… Qué impotencia, qué amargura experimenté al descubrir que no podría desempeñarme como abogada…
De modo que vendí la casa y me fui. Con un niño de diez, uno de siete y uno de un año. Aunque la necesidad de techo y alimento era inmediata, no podía darme el lujo de malgastar el dinero que obtuve; en cambio, lo invertí en un pequeño terreno en una de las colonias más alejadas de Acapulco y de sus playas; esas colonias anónimas para los turistas, desconocidas para los medios comerciales…
Rentamos un cuarto y durante cinco años vivimos en una situación que a los ojos de cualquiera podría pasar de miserable: un cuarto de tres por tres metros, un suelo de tierra, una cama, un refrigerador en estado avanzado de oxidación, una pequeña parrilla eléctrica. La vida había dado un nuevo giro, y para nuestra familia aquel había sido un giro radical.
Los recuerdos sobre aquella casa son vívidos aún: las láminas de aluminio ardían bajo el sol de Acapulco, las lluvias escurrían por debajo de la cama y en tales épocas nuestro suelo se convertía en un lodazal peligroso; decenas de alacranes perecieron bajo una chancla, una enorme roca que cayó, producto de un deslave, y que rompió una de las maderas de soporte destrozando la mitad del cuarto mientras mis hijos dormían y yo trabajaba… En los cinco años que pasamos ahí vi crecer a mis hijos y madurar; motivada por los deseos de ellos de superarse y salir adelante, no podía sino levantarme cada mañana gustosa para ir a trabajar en el hotel, donde no ganaba más de cien pesos diarios y a cambio tenía que asear hasta treinta cuartos que eran más grandes que mi pequeña casa rentada.
Y sin embargo lo hemos conseguido. Con el tiempo construí un cuarto sobre el terreno que compré. Nada ostentoso, sólo lo necesario para vivir. Poco a poco levantamos un hogar y nos trasladamos a un nuevo cuarto con otro techo. Por fin estamos una casa que podemos llamar nuestra. Los hijos han crecido. Dos de ellos son mayores y han culminado sus estudios. El otro está por ingresar a su educación profesional, y yo no podría ser más feliz por ello.
Si bien ahora hay nuevas circunstancias que nos apremian a quienes vivimos en el puerto —la inseguridad, principalmente—, quiero creer en que, una vez más, lograremos sobreponernos.
Las nubes continúan su curso mientras termino de tender la ropa en la azotea de la casa. Abajo escucho que mis hijos discuten sobre quién preparará la comida. Mañana me depara otro día de trabajo. Pero otro día que habrá valido la pena .
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Este texto obtuvo mención honorífica en el 2° Concurso Estatal de Cuento Letras Surianas 2017 y ha sido publicado por el CEPE de Taxco en 2019.
©Pavel R. Ocampo